OYARBIDE
El caso Oyarbide y la dificultad de juzgar al poder
La sensación de agravio que generó la impunidad que se construyó en torno a los Kirchner, confirma una certeza tan vieja como la civilización: la justicia no se mete con el poder. El juez Norberto Oyarbide y los fiscales que permitieron el sobreseimiento del matrimonio presidencial, no son sino los desafortunados actores de reparto de un dilema que marca a fuego los límites del sistema democrático.
Por Ignacio Fidanza
El escarnio público que sufren por estas horas el juez federal de instrucción Norberto Oyarbide y los fiscales Eduardo Taiano y Guillermo Noailles, que esforzadamente lograron asegurar al matrimonio presidencial un fin de año en paz, no por merecido deja de ser superficial.
Es que el desafío que enfrentaban estos funcionarios judiciales, desbordaba con creces sus posibilidades. Digámoslo de una vez: la Justicia no es más que una utopía de igualdad que cada mañana trasviste sus honorables propósitos, cuando le toca enfrentar el poder. Es verdad, algunos magistrados lo hacen con mayor elegancia que otros, pero el telón de fondo es el mismo.
Visto así, acaso Oyarbide sufra por estas horas una impugnación estética, más que ética. El magistrado implacable contra Mauricio Macri y Juan José Zanola, no dejó la mínima duda desde el inicio mismo de la causa, que su objetivo era sobreseer a la pareja gobernante. Cuando rechazó peritos independientes, aceptó al contador de los Kirchner y hasta permitió un “asesoramiento” de la Afip para acomodar lo inacomodable, esto es, la declaración jurada de los Kirchner, cometió acaso un pecado imperdonable para una sociedad que sigue esperando no ya la Justicia, sino al menos la apariencia de la misma.
El juez federal de instrucción Norberto Oyarbide.
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Tal vez haya sido esa su venganza frente al poder: exponerlo. O tal vez, sea simplemente un hombre rústico. En cualquier caso, lo que hizo reveló un mal universal, la promesa democrática de una justicia independiente que en base a la ley juzga por igual a humildes y poderosos, es sólo eso, una promesa incumplida.
En Francia, cuna de esos ideales, lo resolvieron de manera transparente. El Presidente, mientras está en ejercicio de sus funciones goza de impunidad total, garantizada por la ley. Durante los 12 años que Jacques Chirac estuvo a cargo de la Presidencia, fue imposible para cantidad de fiscales voluntariosos lograr que se sentara en el banquillo de los acusados, por las numerosas denuncias de corrupción que arrastraba desde su época de alcalde de Paris.
Su inmunidad fue confirmada por el Tribunal de Apelaciones y por el Consejo de Estado. En la Argentina no existen organismos similares, pero –simplificando- lo que ocurrió en Francia equivaldría a que nuestra Corte Suprema dijera públicamente lo que en realidad sucede: “No se puede juzgar a los Presidente”.
Poder y delito
En las famosas entrevistas Frost-Nixon, el ex presidente norteamericano pronuncia una frase tan genial como cínica: “Cuando un presidente comete un acto ilegal deja de serlo”. No es un secreto que los Presidentes cometen delitos casi a diario. Algunos autorizados por las leyes, por ejemplo, ordenar la represión de ciudadanos causándoles en muchos casos heridas graves y hasta la muerte. Esto es tan obvio que no escandaliza a nadie.
Pero lo cierto es que los Presidentes, además suelen cometer una larga serie de delitos que las leyes no exceptuaron de reproche penal. Hay algo intrínseco, algo profundo que une al poder y la violencia, algo de ausencia de límites, de avasallamiento sobre la vida y los bienes de los simples ciudadanos, que a pesar de los esforzados siglos de construcción institucional, sigue presente apenas se rasca la pintura del reluciente edificio de las democracias occidentales.
Y la fábula consentida sostiene que en estos casos, cuando quienes ejercen el poder abusan de su posición, aparece la Justicia con todo su rigor. Pero no sucede. Y entonces comienza la ingeniería institucional, se crean Consejos de la Magistratura, se rodean de garantías a los jueces –perpetuidad en el cargo, intangibilidad de sus remuneraciones-, y sin embargo; el poder sigue allí, inalcanzable.
Es la crema de la zona negra del delito. El paraíso de lo prohibido. Cada tanto, para mantener la ficción, algún poderoso cae tras las rejas –generalmente por un tiempo más corto y en condiciones más confortables que el resto de los humanos-. Pero a no confundirse, siempre se trata de un “ex” poderoso o una víctima de algún ajuste de cuentas entre los que deciden. Sin ir más lejos, Carlos Menem fue preso después de dejar la Presidencia. Y aún en esto casos, la impunidad más temprano que tarde regresa.
Tan esencial al poder parece ser la impunidad, que es una de las pocas realidades que trasciende todas las fronteras ideológicas. Antes de dejar el gobierno, el socialista Felipe González no dudó en indultar a los artífices de la represión ilegal de los GAL. Es decir le garantizó un futuro en paz a quienes él mismo ordenó cometer delitos.
Lo mismo hizo el republicano George Bush padre con los responsables del escándalo de triangulación de armas y drogas conocido como Irán-Contras. Y volviendo a Nixon, su sucesor Gerald Ford, no duró en extenderle el perdón presidencial por cualquier delito que hubiera cometido durante su estadía en la Casa Blanca.
Los ejemplos son infinitos, allí está la Justicia italiana tratando de juzgar a Silvio Berlusconi, y el “divino” Julio Andreotti que tuvo durante décadas a Italia en un puño, en un letal cóctel de mafia, política e Iglesia, recién sufrió una condena cuando había pasado largamente los 80 años y ya no estaba en la primera línea de la política.
¿Está bien juzgar al poder?
Pero acaso la pregunta más inquietante sea otra: ¿Es saludable juzgar al poder? Los jueces tienen un dicho conocido: “cuando la política entra a los tribunales, la justicia sale corriendo por la ventana”. Es lo que hoy se conoce como la “judicialización de la política”. Lo dijo con claridad la jueza Carmen Argibay días atrás: “algo en la política no está funcionando y pretenden que lo resolvamos los jueces”.
El famoso “Mani Pulite” italiano terminó con Berlusconi en el poder ¿Hay menos corrupción en Italia? Los que confían en el sistema creen que procesos de fuerte acción judicial sobre la política, logran bajar “la tasa” de corrupción cuando esta se desboca. Bien podría ser el caso de la Argentina actual. Otros, con una visión acaso más conspirativa de la historia, piensan que se trata apenas de un capitulo más en la lucha por el poder, en el que la Justicia participa en algunos casos de manera conciente y en otros sin darse cuenta que está siendo manipulada. Casi como sucede con los medios.
La promesa que hoy recorre la política argentina es que a Kirchner y los suyos les espera un futuro plagado de citaciones judiciales, un calvario de procesamientos y hasta el martirio de la cárcel –ahora en los tribunales federales han corrido el inicio de ese proceso, del segundo semestre del 2010 al 2011, concientes que Kirchner mantiene un poder mayor al que esperaban para esta época-. Carrió es la encarnación política de ese ideal, hoy fogoneado por medios que quedaron muy dolidos con el ex presidente.
Pero cuidado. La experiencia reciente no abona entusiasmos. Un simple repaso por el presente de los protagonistas más rechazados y emblemáticos de la década del noventa, indica que las tribulaciones judiciales son la excepción –María Julia Alsogaray- y para nada la regla. Y no es que no se hayan cometido delitos.
De manera que si se extrae de la mirada las pasiones personales y políticas, se confirma un hecho prácticamente irrefutable, doloroso, indignante, pero muy real: la Justicia no alcanza a los poderosos. El Martín Fierro lo dijo mucho mejor, y nada cambió desde entonces.
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